La última imagen que su madre tenía de él era la de su paso fugaz por el dormitorio. La había despertado cuando trataba de encontrar a tientas una aspirina en el botiquín del baño, y ella encendió la luz y lo vio aparecer en la puerta con el vaso de agua en la mano, como había de recordarlo para siempre. Santiago Nasar le contó entonces el sueño, pero ella no les puso atención a los árboles.
- Todos los sueños con pájaros son de buena salud, dijo.
Lo vio desde la misma hamaca y en la misma posición en que la encontré postrada por las últimas luces de la vejez, cuando volví a este pueblo olvidado tratando de recomponer con tantas astillas dispersas el espejo roto de la memoria. Apenas si distinguía las formas a plena luz, y tenía hojas medicinales en las sienes para el dolor de cabeza terno que le dejó su hijo la última vez que pasó por el dormitorio. Estaba de costado, agarrada a las pitas del cabezal de la hamaca para tratar de incorporarse, y había en la penumbra el olor de bautisterio que me había sorprendido la mañana del crimen.
Apenas aparecí en el vano de la puerta me confundió con el recuerdo de Santiago Nasar. «Ahí estaba», me dijo. «Tenía el vestido de lino blanco lavado con agua sola, porque era de piel tan delicada que no soportaba el ruido del almidón.» Estuvo un largo rato sentada en la hamaca, masticando pepas de cardamina, hasta que se le pasó la ilusión de que el hijo había vuelto. Entonces suspiró: «Fue el hombre de mi vida».
Fuente: García Márquez, Gabriel. Crónica de una muerte anunciada. Disponible: http://lenguayliteratura.org/hot/414/index.pdf .Acezado en 11 de marzo de 2015.
De acuerdo con el texto, se puede decir que: